Hoy día la salud es un valor en alza al que nadie escapa y que cualquiera con dos dedos de frente persigue. Es una expresión de la cultura del bienestar y a la vez un síntoma de un sistema que no tiene problemas en mercantilizarlo todo, siendo las industrias de la medicina y la farmacia las que tienen la primera y última palabra). Se sabe que una de las mejores estrategias para vender algo es hacer creer que eso es necesario, de ahí que hacer creer a la gente que tiene una enfermedad o que tiene muchas posibilidades de llegar a tenerla sea un negocio redondo con dos beneficios simultáneos: el lucrativo (muchos millones de dólares de por medio a saber: a finales del siglo XX se estimaba que para mantenerse en el mercado mundial los laboratorios debían lanzar cada año dos o tres productos capaces de superar 1.000 millones de dólares de venta) y el de contribuir a anestesiar a la población inculcándole una enfermiza obsesión por la salud, bajando la tolerancia a cualquier malestar de la vida cotidiana y distrayéndola a la vez de la degradación biológica y civilizatoria a la que el sistema somete al planeta y a sus habitantes.
Una de las
herramientas más efectivas para lograr este cometido es lo que se conoce bajo
la expresión Desease Mongering, definida por el periodista Ray Moynihan como “la
venta de una dolencia que ensancha los límites de lo que es enfermedad con el
fin de ampliar los mercados para aquellos que venden y aplican los tratamientos.
Es un proceso que convierte a personas sanas en pacientes, produce daño
iatrogénico y desperdicia recursos valiosos.” Esta expresión tiene su origen en
el libro publicado en 1992 por Lynn Payer, “Disease Mongers. How doctors, drug companies and insurers are making
you feel sick”, título que se puede
traducir por: “Traficantes o promotores
de enfermedades. Cómo los médicos, las compañías farmacéuticas y las
aseguradoras te hacen sentir enfermo”, en el que la autora describía unas
tácticas para lograr éste cometido, como por ejemplo tomar una función normal
del cuerpo e implicar que hay un problema y que debe ser tratada, definir una
proporción de la población que sufre de la “enfermedad” tan amplia como sea
posible, acceder a los médicos que están dispuestos a participar de la
promoción, usar selectivamente la estadística para exagerar los beneficios de
un tratamiento, promover la tecnología como una magia que no tiene riesgos o
tomar un síntoma común que puede significar cualquier cosa y hacerlo aparecer como el signo de una
enfermedad seria.
Se trata de crear un clima de inseguridad mediante
campañas que patologízan ámbitos de la vida cotidiana que van desde la fisiología
de la mujer (embarazo, parto, menopausia) hasta la calvicie en el hombre o quieren
prevenirnos de remotas posibilidades de contraer alguna enfermedad sin un
fundamento lógico. Esto es extensible también al ámbito de la psicopatología,
como es el caso del déficit de atención, el trastorno bipolar o la timidez
(convertida en “trastorno de ansiedad social”).
Al medicalizar la vida se convierten los
conflictos personales o sociales en un problema de ámbito sanitario que debe
ser atendido por los profesionales de la medicina y se incapacita a las
personas para cuidar de sí mismas, haciendo de ellas actores pasivos en manos
de “los que saben”. Salta a la vista que hacer creer a la gente que tiene una
enfermedad peligrosa puede ser un negocio redondo, pero además con ello se
desvinculan los efectos de la realidad socioeconómica que padece la mayoría de
la población de las decisiones de los políticos y gobernantes que deberían
cuidar del bienestar de los ciudadanos.